“La transición hacia una economía de bajo carbono proporcionará una enorme relocalización de grandes inversiones en infraestructura –en algunos estimados, hasta de 100 billones de dólares globalmente. A lo largo de la próxima década, las firmas que se anticiparen a estos procesos, serán generosamente recompensadas y las que no lo hagan, dejarán de existir. Esto tendrá enormes ramificaciones para el sistema financiero y estabilidad financiera; es por eso que estamos transformando nuestra infraestructura inmaterial”.
Esta advertencia fue hecha por nada menos que el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, en la Cumbre de Innovación Financiera Global, en Londres, el pasado 29 de abril.
En verdad existe una insidiosa agenda muy bien organizada: Una nueva maquinación de entidades del poder económico mundial para establecer la “financierización” de las cuestiones ambientales, poniendo en el centro los asuntos climáticos, convertidos en el termómetro para medir las actividades económicas, se trata de implantar la así denominada “neutralidad de carbono” como un nuevo patrón económico y financiero de aplicación global. Eso quiere decir, por ejemplo, que inversiones en energía serian principalmente canalizadas a las fuentes denominadas renovables, que desde luego no pueden ser el eje de una economía industrializada y urbanizada.
Para lograrlo, se está ampliando a todo vapor la ya existente estructura internacional para la emisión y comercialización de bonos “verdes” (green bonds), incluyendo la necesaria red de agencias de calificación de “riesgo climático” basada en la “neutralidad de carbono” de las actividades económicas, a ejemplo de lo que se hace con relación a los títulos de países y empresas.
La prisa es todavía mayor por la crítica situación del sistema financiero internacional, que gira con una montaña de activos sometidos a tasas de interés nulas o negativas evaluados en 18 billones de dólares, cerca de un tercio de la cantidad de deudas existentes y un cuarto del PIB mundial.
Esta colosal burbuja especulativa, que puede estallar en cualquier momento, es el resultado de las tremendas inyecciones de liquidez hechas por los principales bancos centrales para contrarrestar la crisis de 2008, las cuales, en lugar de orientarse predominantemente al financiamiento tanto de las actividades productivas, incluyendo inversiones en infraestructura imprescindibles tanto para el desarrollo como para el enfrentamiento de los problemas ambientales reales, acabaron retenidas en el propio sistema financiero en actividades especulativas desvinculadas de la economía real.
De ahí la prisa para el “verdeamiento” de las finanzas internacionales, tanto para facilitar una válvula de escape a la masa de activos especulativos amenazados de implosión, como para elevar a un nuevo modelo la utilización del medio ambiente como criterio de desarrollo de los países, destino para lo que fue creado el movimiento ambientalista hace más de medio siglo, con la selección de actividades económicas merecedoras de inversiones sintonizadas con las exigencias de los nuevos tiempos.
Para el famoso Instituto de Finanzas Internacionales (IIF, siglas en inglés), entidad de Washington que junta a más de 500 instituciones financieras de 70 países, “lo verde es el nuevo oro”, según un boletín divulgado en septiembre pasado. Después de lamentar que los green bonds todavía no representan más que el 0.5% de los 100 billones de dólares de títulos en los mercados globales, los analistas del IIF afirman que la ola del futuro serán los “préstamos vinculados a la sustentabilidad (sustainability-linked loans).
El “riesgo climático”
El BlackRock, el mayor fondo de activos del mundo, está trabajando en un sofisticado sistema de clasificación de “riesgo climático” para títulos, inmuebles comerciales y varias actividades económicas. Asociado a los gobiernos de Alemania y de Francia, aquilatadas ONG como World Resources Institute (WRI) y a varias fundaciones privadas, (cómo le ira al ex presidente de México Felipe Calderón con estos negocios por ser socio del WRI), BlackRock, que administra activos superiores a 6 billones de dólares, creó la Asociación Climática Financiera (Climate Finance Partnership-CFP), definida como una “cooperación inusitada entre organizaciones filantrópicas, gobiernos e inversionistas privados, comprometidos a desarrollar conjuntamente un vehículo de inversiones que busque invertir en infraestructura climática (sic) en mercados emergentes. La asociación buscará hacer inversiones en un conjunto determinado de sectores, incluyendo energía renovable, eficiencia energética, almacenamiento de energía y transporte de bajo carbono y electrificado, en tres regiones, incluyendo América Latina, Asia y África”.
En una entrevista a la revista Acquisition International Magazine (número 10 de 2018), el empresario sueco Ingmar Rentzhog, fundador de la startup We Don’t Have Time, una de las numerosas empresas involucradas en la “financierización climática” afirmó:
“Nosotros queremos que cueste más, en términos de ingreso, apoyo público y reputación, al que no trabaje para bajar las emisiones y mejorar la sustentabilidad ambiental, mientras aquellos que encabecen el camino deberán ser recompensados por eso Nuestra visión es crear una ruta rumbo a la sustentabilidad ambiental y hacia la neutralidad de CO2, haciendo de esto una prioridad básica para los negocios, políticos y organizaciones de todo el mundo”.
Actuando en los medios sociales, propaganda digital y comercio de créditos de carbono, la empresa se propone crear una vasta red de “usuarios conscientes” para establecer un sistema de puntuación de empresas, gobiernos y otras entidades, basado en la “neutralidad del carbono”, análogo al de la conocida plataforma social TripAdvisor.com, la cual evalúa hoteles, compañías aéreas, agencias de viajes. Etc., con base en contribuciones de sus millones de usuarios. Un video promocional de la empresa explica:
“Los tomadores de decisiones –políticos, compañías, organizaciones. Estados –ganan una clasificación climática (climate rating, en el original) basada en su capacidad de ponerse a la altura de la iniciativa de los usuarios. Conocimiento y opinión se reúnen en el mismo lugar y los usuarios colocan presión en los tomadores de decisiones, para acelerar los cambios”.
Rentzhog fue el promotor del lanzamiento de la adolescente sueca Greta Thunberg como símbolo de la “cruzada juvenil” contra los cambios climáticos. En su aparición en este año en el Fórum Económico Mundial de Davos, hacia finales de enero, Greta transmitió el mensaje:
“Las personas no está conscientes de que existe una cosa llamada balance global de carbón (carbón Budget, en el original), y que este balance global de carbono remanente es tan increíblemente pequeño. Esto necesita cambiar hoy”.
Green New Deal
En un artículo publicado en la edición del 19 de septiembre de la revista The New Yorker, Bill McKibben, fundador de la ONG 350.org y uno de los más ruidosos promotores del alarmismo climático, señala la pauta y ofrece una “receta”:
“Esencialmente, necesitamos reducir a la mitad el uso de combustibles fósiles para el 2030 y eliminarlos totalmente para mediados del siglo. En un mundo de Trumps, Putins y Bolsonaros y compañías de combustibles fósiles que se apoyan, esto parece casi imposible. También hay buenas noticias: en la medida en que la crisis crece de forma más obvia, muchas más personas se están uniendo a la lucha. En el año transcurrido desde que los científicos impusieron aquella fecha límite (3030, referencia al último informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático/ IPCC –n.e.), vimos el ascenso del Green New Deal, las atrevidas incursiones de Extinction Rebellion y la expansión global de huelgas escolares iniciadas por la adolescente sueca Greta Thunberg. Parece que, finalmente hay gente suficiente para causar un impacto (…)”.
Más adelante, McKibben se ufana de haber sido unos de los mentores de un instrumento crucial de la campaña global contra los combustibles fósiles, que ya ha causado estragos en sectores correspondientes, las campañas de “desinversión”.
“Hace siete años, la 350.0rg… ayudó a lanzar un movimiento global para persuadir a los administradores de fundaciones universitarias, fondos de pensiones y otras grandes ollas de dinero, a vender sus acciones e compañías de combustibles fósiles. Esto se convirtió en la mayor campaña de la historia: fondos con más de 11 billones de dólares se libraron de parte de todos sus activos en combustibles fósiles…La campaña de desinversión destacó el hecho más llamativo de la era del calentamiento global: que la industria tiene en sus reservas cinco veces más carbono de lo que la comunidad científica piensa que podemos quemar con seguridad. La presión costó a la industria mucho de su licencia social (…).
En septiembre pasado, en paralelo con la cumbre climática que antecedió a la apertura de la 74ª Asamblea General de Naciones Unidas, un grupo de 130 bancos globales con activos del orden de 47 billones de dólares adoptó los llamados “Principios para una Responsabilidad Bancaria” elaborados por iniciativa de Finanza Ambiental de las Naciones Unidas (UNEFI), cuyo objetivo es forzar a gobiernos y a empresas a adoptar más pronto la pretendía transición rápida hacia una economía de bajo carbono.
“Eso significa que los bancos tienen que considerar los impactos de sus préstamos en la sociedad, y no solamente en sus portafolios”, dijo Simone Dettling, ejecutiva de la UNEFI quien coordinó la iniciativa (Financial Post, 22/09/2019.
La intención, afirmó ella, es incentivar a los bancos a reorientar sus préstamos para industrias menos intensivas en carbono.
Brasil prestador de servicios ecológicos
¿Y cómo sería la pretendida transición rápida hacia una economía “neutra en carbono”?
Un artículo de Emily Farnworth, jefe del sector de Cambios Climáticos del Fórum Económico Mundial, publicado en octubre de 2018, sugiere cinco caminos: 1) invertir en soluciones basadas en la naturaleza; 2) fijación de precios del carbono; 3) usar el pleno potencial de las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial; 4) transitar hacia una economía circular (particularmente, en los sectores del acero, plásticos, aluminio y cemento); 5) acelerar la energía de bajo carbono para todos.
El primer ítem es de particular relevancia para Brasil:
“Los bosques, suelos, líneas costeras y el océano proporcionan una solución natural para la captura de carbono. Ellas son una de las pocas opciones técnicamente disponibles, para proporcionar emisiones negativas de gases de efecto estufa en gran escala, y con costos más bajos y más rapidez que otras opciones de reducción de carbono. (…) La disponibilidad de soluciones climáticas naturales en escala, podría, también, proporcionar múltiples beneficios colaterales de alto valor, inclusive conservación de biodiversidad, niveles de vida sustentables para las comunidades y gestión de agua y otros recursos escasos”.
Si el lector pensó en la Amazonia, considerada como un vasto “sumidero” intocable de carbono, no se equivocó. Para los mentores de la “financierización”, este es gran parte del papel reservado al país, el de proveedor de “servicios ecológicos”.
Un lamentable ejemplo de apoyo es el documento denominado Marcos Científicos para Salvar la Amazonia firmado por 43 científicos, especialistas y activistas ambientales y entregado como colaboración al Sínodo para la PanAmazonia que se realiza en El Vaticano. Entre ellos, sin sorpresa, un conocido elenco de profesionales del alarmismo ambientalista: el climatólogo Carlos Nobre, del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Sao paulo y del WRI-Brasil; el biólogo estadounidense Thomas Lovejoy, de la Fundación de Naciones Unidas; el economista estadounidense Jeffrey Sachs, director del Sustainable Development Solutions Network (SDSN); monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, presidente de la Academia Pontifica de Ciencias y de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales; el agrónomo Virgilio Viana, presidente de la Fundación Amazonia Sustentable; el antropólogo colombiano Martin von Hildebrand, dirigente de la Fundación Gaia Amazonas y mentor del abortado proyecto Corredor Triple A; el ex-diputado federal Alfredo Sirkis.
El documento afirma:
“(…) Aunque la responsabilidad de la administración esté en primer lugar con las naciones de la Amazonia, esa responsabilidad también deber ser compartida globalmente. Un plan para salvar la Amazonia debe ser moldeado y ejecutado por los países amazónicos, pero apoyados por naciones de todos los lugares. Cuando se trate de apoyo financiero, los más ricos tienen una profunda responsabilidad, tanto como compradores de productos de áreas deforestadas como por las emisiones acumuladas de Gases de Efecto Estufa (GEE). Una cooperación global y la mutua responsabilidad son esenciales para la sobrevivencia y sustentabilidad del Bosque Amazónico”.
En lenguaje más simple: para los autores la “vocación” natural de la Amazonia es la de “prestadora de servicios ecológicos” para la humanidad y, por lo tanto, la comunidad internacional necesita dar dinero a Brasil para el cumplimiento de tal función. La Amazonia está amenazada, sí, pero por esta visión pedestre y tendenciosa de sabios involucrados en la maquinaria ambientalista-indigenista y otros oportunistas que adoptaron el catastrofismo ambiental y la misantropía como medios de vida.
Antecedentes, deuda por naturaleza
La etapa actual de la jugada “financierización ambiental” no constituye una novedad. De hecho, la agenda climática es solamente la culminación de una estrategia que remonta a la segunda mitad de la década de 1980, cuando la oligarquía internacional desató la campaña internacional poniendo a Brasil como el blanco principal de la agenda ambientalista-indigenista.
En septiembre de 1987, en el Cuarto Congreso Mundial de Áreas Salvajes, realizado en Denver, EUA, con la presencia de altos representantes el Establishment anglo-americano, el calentamiento de la atmósfera por las emisiones del carbono de los combustibles fósiles se presentó como el mayor problema de la humanidad, con gran anticipación a la campaña de “descarbonización” de los actuales días. Una de las propuestas ventiladas para enfrentar el problema fue la creación de un “banco de conservación” internacional.
En el evento, el mencionado World Resources Institute (WRI) se encargó de elaborar un informe con recomendaciones para la imposición de una “ética ambiental global”, en especial, para los países en desarrollo. El documento, finalizado en 1989 tenía como orientaciones principales:
1.-El establecimiento de una Institución Ambiental Internacional (International Environmental Facility), la cual “ayudaría a movilizar un substancial financiamiento adicional en términos apropiados, para proyectos de conservación, de agencias de desarrollo bilaterales, agencias de desarrollo multilaterales y, donde fuera posible, del sector privado. Su función básica sería “identificar, diseñar y financiar proyectos de conservación sólidos en el Tercer Mundo”.
2.-Establecer un Fondo Ambiental Mundial, administrado por la PNUD, financiado con las multas a “contaminadores” y, especialmente, a las actividades productoras de “gases de efecto estufa”.
3.-Promover diversas formas de cambio de deuda por activos, inclusive, por ejemplo, proporcionar algún alivio de las deudas de los países en desarrollo que prohibieran el uso de áreas de bosques tropicales para la cría de ganado, o el destino de préstamos externos para la preservación de áreas salvajes en lugar de dirigirlo hacia proyectos de desarrollo.
Cualquier semejanza con las actuales iniciativas de “finanzas verdes” no es una mera coincidencia.
La propuesta formal para la creación de un “banco de conservación” fue presentada formalmente por el gobierno del presidente Francois Miterrand (1981-1995), un entusiasta proponente de la imposición del concepto de “soberanía limitada” a las cuestiones ambientales. El banco fue creado en 1991, con el nombre de Institución Ambiental Global (Global Environmental Facility), después cambiado a Fondo Ambiental Global, con la misma sigla en inglés, GEF. Entre otras atribuciones, el GEF opera como el mecanismo financiero para la Convención Cuadro de Naciones Unidas sobre Cambios Climáticos (UNFCCC), entidad encargada de implementar en el ámbito internacional las medidas referentes a las cuestiones climáticas.
Un ejemplo de estos programas que encajonó a Brasil en la agenda “verde-indígena” fue el Programa PiIoto para Protección de las Selvas Tropicales de Brasil (PPG-7). Entre 1992 y 2009, el PPG-7 canalizó al país un total de 463 millones de dólares, aplicados en proyectos de conservación en áreas de convergencia de los biomas Amazonia y Mata Atlántica, en un esfuerzo para reducir las presiones internacionales motivadas por temas ambientales e indígenas.
Otro es el Fondo Amazonia, establecido en 2009 y financiado por los gobiernos de Noruega y de Alemania, cuyo destino se encuentra en impasse, debido a los cuestionamientos del actual gobierno brasileño.